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Un lustroso caballo negro, pura sangre español, propio de la misma realeza, cruzó la puerta principal del amurallamiento, llenando aquella calle principal, empedrada y solitaria, de un eco inconfundible. A lomos del caballo, una figura enigmática, cubierta con una capa negra con capucha, tal fuese la misma muerte, que le protegía de la lluvia incesante que caía desde hacía días. Los baos que desprendía el animal en aquel atardecer frío, eran muestra del largo camino que venían de recorrer.

El ritmo que marcaban las herraduras contra las piedras eran inconfundibles para aquel oído que las seguía desde la oscuridad húmeda de la mazmorra, a la que apenas llegaba un rayo de luz a través de la fisura que simulaba una ventana, por la que no cogían ni las ratas. Su corazón palpitaba, acelerado por el júbilo que le producía aquel sonido. ¡Había llegado a tiempo!

El jinete golpeó con fuerza la puerta que daba entrada a la plaza del castillo, llena de gente, que enmudeció al ver abrirse la puerta y aparecer aquella épica figura. En el centro del bullicio, aguardaba impaciente la horca, custodiada por el verdugo, al que se le hacía interminable aquel momento. Después del acto, tenía previsto acudir a la iglesia para implorar el perdón de Dios por sus malos actos.

El caballo, guiado por las riendas, se abrió paso entre la muchedumbre y golpeó la mismísima puerta del duque, a quien se pudo ver rodeado por su guardia personal cuando se abrió. El jinete sacó una bolsa, que simulaba pesada, y la tiró a los pies del noble, en un acto de desafío y muestra de la falta de temor.

— Cinco mil monedas de oro. ¡Liberen al prisionero! — Dijo con autoridad una voz femenina, para asombro de los presentes.

El verdugo respiró de alivio, mientras la plaza respiraba tal tensión que se podía cortar con su hacha. El duque miraba con cara de incrédulo a la jinete, quien todavía no había descubierto su rostro.

— ¡Liberen al prisionero! — Repitió con la misma autoridad.

Instintivamente, su mano apretaba la empuñadura del arco que llevaba en las alforjas, ocultas bajo la capa, con la determinada decisión de hacer cumplir su mandato de una forma u otra, mientras el caballo comenzaba a moverse delatando cierto nerviosismo. Los soldados, conscientes de que algo empezaba a ir mal, hicieron el amago de desenvainar, pero el duque, con un gesto, ordenó calma. Luego miró al carcelero y, sin dirigirle palabra, le indicó que sacase al prisionero.

Cuando se abrió la puerta del calabozo, salió a paso lento y con los ojos cerrados, molestos por la claridad a de la que llevaba privado días, imposibilitado de taparlos con las manos por aquellos férreos grilletes que le ataban las manos a la espada y a los tobillos. El carcelero lo hizo parar junto a la bolsa de las monedas de oro.

— Cinco mil monedas de oro que eran mías. — Dijo el duque dirigiéndose a la jinete. — Podrás irte por tu acto de justicia. Pero él, — continuó señalando al preso — irá a la horca por haberme robado. ¡Su delito debe ser castigado!

Tras esas palabras, la plaza explotó en aplausos y abucheos por igual, mientras el caballo se movía nervioso y el arco de la jinete comenzaba a disparar flechas neutralizando a los soldados, aprovechando el caos generado. Subió al reo a la montura, tal saco de grano fuese, y recogió la bolsa de las monedas al tiempo que el caballo arrancaba a galope entre la multitud, para abrirse paso y conseguir salir de allí antes de que diesen cerrado las puertas.

Tal fue la agilidad y rapidez de aquella desconocida, que ni los soldados de las almenas consiguieron disparar flecha alguna antes de que se perdiera en la espesura del bosque.

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