Historias de diario X

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Caminaba cabizbajo por la calle empedrada, mojada por aquella fría lluvia de finales de marzo. Se respiraba soledad en el abandono de la mayoría de los portales que conformaban la vecindad. Las manos en los bolsillos del pantalón, resguardándose del frío y negándose a estar alerta en caso de tropiezo. Daba igual darse de bruces contra el suelo.

Dio una patada a una piedra suelta en el camino, que perdió de vista en algún punto. Igual que había perdido su camino en algún momento sin concretar. Suspiró mirando atrás, viendo aquella calle estrecha, vacía en el atardecer, como metáfora de su propia vida, ahogada en la soledad del ocaso.

Se sentía como uno de aquellos edificios arruinados, sin más remedio que dejarse caer. Aunque en este caso fuera él quien tuviera en su mano evitarlo, se dejaba ir, como la lluvia calle abajo, a dónde lo guiase el destino. La larga vida andada le había puesto muchas zancadillas, que había ido salvando de mejor o peor manera, pero siempre saliendo adelante. El destino le había dado la estocada definitiva. Había sido cruel llevándose de su lado a su fiel compañera, dueña de su alma y de su amor incondicional. Lo había sido todo.

Y ahora, sin ella a su lado, se sentía nada. Ahogado en una soledad eterna, su vida se desmoronaba, mientras el sol se ponía en su horizonte. Ya no tenía fuerzas para seguir. O no quería tenerlas. Continuaba el camino, con las manos en los bolsillos, hasta la piedra que le hiciera tropezar para no volver a levantarse.

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