De buena mañana

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Se despertó sobresaltada. Alguien golpeaba la puerta con insistencia. Miró el reloj despertador, que brillaba en la oscuridad.

— ¡Maldita sea! — Se quejó — Solo son las ocho y media. ¿Quién diablos llama a la puerta a estas horas?

Los golpes continuaban. Quien quiera que fuese era insistente y tenía prisa. No cabía otra explicación. Se levantó mal humorada. En el pasillo se dio cuenta de que no se había calzado. Volvió a la habitación, mientras los golpes continuaban, y buscó en la oscuridad aquellas zapatillas de leopardo tan calentitas como desgastadas, que la acompañaban cada noche a la cama.

Bajando las escaleras y ante los constantes golpes, no pudo evitar gritar:

— ¡Ya voy! — Más golpes. — ¡Que ya voy, joder! — Se detuvo —¡Mierda! La bata.

Subió de nuevo las escaleras, de dos en dos, y rebuscó en el perchero de detrás de la puerta hasta encontrar aquella bata morada, jubilada, que solo usaba en las ocasiones, que no eran muchas.

Volvió a bajar las escaleras y abrió la puerta justo antes de que volvieran a golpearla con ímpetu. Tal fue así que casi apaña un puñetazo en medio y medio dela cara. Frente suya, un señor con una gorra azul marino, cubriendo un pelo canoso. Una cara de malaleche que ni acabaran de despertarlo a golpes de puerta a las ocho de la mañana. Chaleco, a juego con la gorra, que cubría una camiseta amarilla, arrugado por el cinto de la mochila que llevaba puesta en bandolera.

— Tiene usted una carta certificada — le dijo en tono desairado y notoriamente molesto.

— ¿Tan urgente es para armar este espolio a estas horas? — Le recriminó al tiempo que le extendía la firma.

— Usted sabrá. ¡Aún por encima que le hago un favor! Le he dejado aviso la semana pasada, pero se ve que no lo ha recibido — le dijo con tono de recriminatorio, mientras recogía la PDA y le entregaba la carta.

Fuera como fuera, buenas noticias no podían ser. La carta certificada era de Hacienda y ya la recibía con una semana de retraso. Se dispuso a abrirla a prisa, sin siquiera cerrar la puerta.

— ¿Qué mierda querrán estos ahora? — Murmuró

— Sea lo que sea, — le dijo el cartero — tómeselo con calma, hoy no va a solucionarlo. Ellos son más lentos que usted abriendo la puerta. Tenga buen día — dijo mientras se daba la vuelta y volvía a la calle, dejándola allí de pie, con zapatillas de leopardo, bata morada y pelo alborotado, absorta en la lectura de la carta.

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